jueves, 27 de noviembre de 2008

... después las cosas suceden casi naturalmente.
Entró con tantas ganas de entrar que por suerte para él las puertas estaban abiertas. Se sentía la frase perfecta. Tenía una sonrisa que no sabía si animarse a ser; así de importante era el momento. Era el nacimiento de una transformación: acababa de ganarse el primer sueldo de su vida. Entró para vengar todo ese esfuerzo mensual en la cómoda frivolidad de un regalo. Había palpitado el momento y ahora el cuerpo apenas se mantenía cuerpo.
Se cortó dos veces con las perchas de metal, pero estaba así, en medio de un placer egoísta, vivía ese instante que existe sin conciencia de sí, parecido al recuerdo de una sensación, como estar en lo más alto sin querer llegar a ningún lugar.
Cuando corre los vestidos ahí está él, su huella, mezcla de tinta seca, tierra y culpa, lo negro, el color que mejor cierra. Hasta se anima a sonreírle a la vendedora. Tiene trabajo y dinero, tiene lo que es de él, y de alguna forma sutil, es como si eso importara al momento de juzgar una foto.
Después vuelven las mañanas de frío casi cero, el camión, los libros, otro sueldo. La carrera eterna por una sensación imperceptible ya, irreal; la primera sospecha de una culpa, la honda magnitud de un atisbo de comprensión.
El camión, los libros, el fuego; y sus manos negras, negras, negras.

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