lunes, 10 de noviembre de 2008

La silla tembló un poco. No debía apoyarse en los costados para levantarse, ¿no ves que se rompe? Sonó dos veces y recién empezaba a moverse. El piso de baldosones blancos y franjas verdes tenía tierra impregnada, la podía sentir. En el quinto pulso levantó el tubo.
Hola
Agarró las llaves y el registro; sabía que tenía plata en el bolsillo izquierdo del pantalón. Le pegó una vez más a la pared con el puño cerrado: necesitaba ese punto de sangre en su mano como una referencia. Salió a la calle y cerró todo de un golpe. Antes avisó que hoy no iba a cenar.
Igual infló la goma. No quería que fuese por azar. Además le molestaba estar preocupado por las cosas. Él decidiría cómo.
¿Cómo hacemos?
A las ocho.
Dale, a las ocho en la puerta.
Sí, no quería que fuese el azar. Llegó ocho y tres minutos; llegó tarde porque se había quedado en un bar haciendo tiempo. No quiere ver la televisión, pero es imposible. No importa la mesa, levanta la vista y ahí está el partido. ¿Me cobrarán más caro porque hoy es domingo y dan el partido? En algunos lugares hacen eso, cobran más caro por el partido del domingo. También había dejado de creer en ellos, los jugadores de fútbol. Tenía la certidumbre de un porqué, pero cuando le preguntaban daba respuestas inconclusas, medias respuestas. Hablar por completo era demasiado esfuerzo. Aunque esfuerzo no era la palabra. Ocho cero tres.
¿Estás con el auto?
Sí, lo dejé por allá.
Dale, te espero.
Había tardado cinco pulsos en atender el teléfono
Qué bueno que me llamaste.
Inflar la goma fue una pérdida de tiempo. Manejaba tan lento que era imposible pinchar. Y aunque pinchara.
Seguíme así no te perdés.
Siempre le pasaba igual, la extrañaba hasta que la veía, la veía y la dejaba de extrañar. Pero es la última vez.
¿Por qué?
Porque los chicos no salían.
¿No hiciste nada, entonces?
Nada.
¿Soplaste la velita aunque sea, pediste los tres deseos?
Miró a las dos amigas, a la del auto y a la de la casa, y se preguntó qué hacía ahí: en serio, ¿qué hago acá? Cuando se levantó eran las siete de la mañana y el día tenía un deseo de ser. A las ocho se había vuelto a acostar porque tampoco podía si le daba sueño. Pero no quería dormir dormir, así que se acostó cruzado, por encima de la sábana: incómodo y temblando por el frío iba a tener que reaccionar. Y las cosas quizá fuesen diferentes.
¿Venís a comer?
Hoy no ceno.
¿No cenás?
No.
¿Qué, vas a tu casa?
Nunca comió comida china, o mejicana, es como si nunca hubiese sentido la curiosidad. Pero éso sí le daba intriga, qué sentiría, cómo vivirían el día después.
Uy nene, no es gracioso.
Salieron cinco años y todavía tenía la sonrisa más linda. El mes pasado habrían cumplido nueve juntos; sabía que iba a sufrir, que iba a llorar todos los días, o casi todos. Pero bueno.
¿Cuándo nos vemos de nuevo?
No sé –recostado en el piso de madera sentía toda la espalda como por sorpresa-, qué raro, es casi lindo verlas.
Nunca supo por qué dijo eso, o si importaba.
Seguime así no te perdés.
Ya sé cómo volver.
Todo hasta Libertador. En Libertador, a la derecha.
Ya sé.

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