sábado, 1 de noviembre de 2008

Con labios apretados y la frente llena de dudas, lo ve: es imprescindible cambiar las reglas del tiempo. Lo estuvo pensando, le dio vueltas al asunto. Tiene nueve años y le dio vueltas al asunto. Dijo: voy a pensar sobre este tema, y se encerró en su habitación. Anotó sin signos de pregunta las preguntas para las que no encontraba respuesta, después hizo la prueba: contó cuánto tardaba en leerlas en voz alta. Así descubrió lo que desconcierta: la independencia intelectual (más adelante llorará en silencio por lo terrible, la visión: los adultos no lo saben todo). Porque mientras lee con la boca y cuenta con los dedos, se da cuenta de que las palabras tienen una longitud temporal y los contenidos que encierran, otra. Maduro en esta nueva realidad, sonríe lo sencillo de la idea: no hay dos segundos que duren lo mismo.
Tiene nueve años y ya entendió el secreto de (dos puntos) el segundo que dura para siempre. Y podría ver mucho más, pero su madre sigue así, amontonando el tiempo en montoncitos iguales. Sólo por amor de nueve años juega su juego. Y se va a dormir.

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