miércoles, 2 de diciembre de 2009

II

La sala de terapia intensiva de un hospital es, como dicen, de alta complejidad. Impresiona la cantidad de aparatos y ruidos y luces que de alguna forma responden a la necesidad del cuerpo humano. Hay muchos números en esos aparatos, y los números, separados con barras y guiones, van y vienen dentro de un rango determinado, lo que en poco tiempo genera la asfixiante certeza de que correrse de ahí sería fatal.
Hay cables que salen de esas máquinas y de bolsas y recipientes llenos de líquidos de diferente tonalidad y consistencia; está el conocido goteo que todo el mundo vio alguna vez, y que me recuerda invariablemente a lo que llaman el tono de un texto. También están las palabras difíciles, los diagnósticos, los horarios de tristeza programada. Y están los seres queridos, uno a cada lado de la cama, pendiendo sobre ese cuerpo sedado, martirizado indignamente en su batalla contra el tiempo, los familiares sosteniendo cada uno una mano, olvidando milenios de evolución, rechazando argumentos elaborados, ninguneando estadísticas, dando entidad a cada pequeño acto reflejo; haciendo lo más viejo del mundo, siendo cómplices, consolándose, mintiéndose, diciendo cosas como Me acaba de apretar la mano, Sí, ¿te diste cuenta?, a mí también, acaba de mover un dedo, sí...

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